lunes, 2 de febrero de 2015

Dead end.

La muerte está ahí, aguardando que tú vayas a recibirla. Mientras tu alma camina hacia esta oscura entidad fúnebre, tu cuerpo es llorado en un nicho, quizás en un ataúd. O tal vez sean tus cenizas las que reciban la pena que familiares o amigos derraman junto a tu representación física. Minutos antes, te encuentras sola, en tu habitación. Recreando a todas tus pesadillas y miedos, acallándolos con el frío metal de un sacapuntas. Eso está mal, lo sabes bien. O al menos sabes lo que te han dicho. Dicen que está mal hacerse daño, en cambio los demás te hacen incluso más. Sientes el filo de ese pedazo de metal, pero no tienes miedo, tampoco te duele, ya no. No temes a la muerte, vives día a día tentándola. Antes dolía, pero ahora te distrae. Porque es mejor el dolor físico que el mental, y en tu interior las heridas son tan profundas que han perforado tu corazón. Haces un movimiento rápido y cortas, surge una pequeña gota de sangre que no enjugas, te gusta. Haces otro pequeño corte, con más rabia esta vez, dos gotas. Haces varios más, gotas de sangre aparecen en tu muñeca, lágrimas caen de tus ojos. Una gota color carmesí cae al suelo, manchando la alfombra. Necesitas limpiarlo, pero sin darte cuenta, esta vez, te ves llegando hasta el final. Te tumbas, cierras los ojos y te vas durmiendo. Y justo antes de dormir eternamente, se te escapa un suspiro de los labios. "Por fin". Y todo desaparece.