domingo, 3 de febrero de 2019

La veía pasar.

Miraba por la ventana, esperando poder verla pasar. Todos los días sobre aquella hora, mientras aprovechaba para tomar el café, veía pasar a la morena. No sabía nada de ella, únicamente que iba a alguna parte a diario menos los domingos y que adoraba el negro. Ya no me molestaba en ocultarme, pues ella iba absorta en la música de sus auriculares y la pantalla de su teléfono. Temía que un día por no mirar, tuviera un accidente, pero me resultaba tan cautivadora la forma que tenía de abstraerse del mundo real que no me atrevería a interrumpirle. Admiraba desde la silla de mi cocina su trayecto de lado a lado de la calle, con su ondeante cabello negro y sus apresurados pasos. Sus ojos, oscuros y cubiertos con un maquillaje que hacía que su expresión resultase felina, observaban incansablemente el aparato con una sonrisa. Esa sonrisa, rodeada de unos carnosos y rojizos labios que incitaban al pecado. Yo incluso celaba a aquella persona merecedora de tal maravilla. Era pequeña, delgada, de esas que te apetece atraparla entre tus brazos y no soltarla. Además otra cosa que sabía de ella, es que siempre iba sola. Parecía tener siempre a alguien detrás de una conversación por teléfono, pero nunca iba acompañada. También adoraba el frappé de vainilla, los phoskitos y el esoterismo. Siempre llevaba algún amuleto, o elemento relacionado con la magia, la brujería... Y a mi no me extrañaba en lo absoluto, porque a mí me había hechizado. Cómo me encantaría acercarme y entablar conversación con ella en vez de mirarla como si fuera un acosador, pero... Bueno, es que soy tímida.